Poemas para invidentes

Poemas para invidentes

«Y no digas que la quieres,
si tan solo la deseas,
que esa mujer pone un verso
en cada beso que deja».
Gloria Fuertes.

Para soñar no hay que cerrar los ojos sino abrir la mente. Y para vivir, hay que lanzarse a la aventura. En formar de canción por una carretera tratando de huir de unos fantasmas a los que si les plantas cara, salen corriendo cual cobardes. Aventuras que nos llevan de paseo, de una mano que te guía. Amiga con la que brindas al otro lado de la pantalla a unos cuantos kilómetros de distancia pero que sientes muy cerca.

Hoy me apetecía escribir para esas personas que creen que no ven. Que sienten que dan palos de ciego. Para las que usan el braille de la piel para dejarse llevar no por lo que dicen sino por lo que sienten. Para quienes a pesar de las dificultades sacan su mejor sonrisa y giran sobre sí mismas al atardecer.

Porque en algún momento todos nos volvemos ciegos: vivimos poco y bebemos de más. Nos quedamos con la migaja de delante obviando la inmensidad que nos rodea. O tratamos de apretar tan fuertemente ese clavo ardiendo que sufrimos el riesgo de ser pacto de las llamas que ni los bomberos pueden apagar.

No sé si es más valiente quien se asoma al borde del precipicio y se da la vuelta antes de caer o quien sabiendo que puede terminar mal herido da ese salto aferrándose a esa escasa probabilidad que las leyes matemáticas se sacan de debajo de la manga.

Los poemas para invidentes son para quienes aún disfrutando de la composición más bella que puedan leer en su vida, para quienes han vivido la rima en sus labios y la estrofa en su cuerpo son capaces de desnudarse ante la incertidumbre y de ver lo que los demás solo intuyen o no saben ni que existe.

Me cruzo cada día con ellos. Los reconozco. Se les ve a la legua. Algunos van disfrazados, acorazados, camuflados. Otros dan un paso al frente mientras piensan en el modo de huir hacia atrás. Y también están los que tras sus gafas oscuras contemplan desde la más alta colina su próxima presa.

Somos ciegos en la vida del mismo modo que nos hacemos ciegos en el amor. Al final somos muchos ciegos con diferentes carencias que nos suplementamos a base de palabras, caricias y profecías autocumplidas. Y como invidentes reconocidos terminamos por aprendernos de memoria el camino conocido.

Cuenta atrás. Cuántas dejamos a medias. Cuentos que nos creemos. Cada sonrisa un suspiro más fuerte.

Para vivir me bastan las ganas y me sobran los recuerdos que de tanto quererlos se volvieron arena entre los dedos. Y para ver, no hay más que romper unas gafas que no nos pertenecen. Quitarnos la venda de los ojos, venderla al mejor postor y escuchar ese latido del corazón que nos marca el ritmo del próximo viaje.

No rimamos con cualquiera. Ni me arrimo al que dirán. Puedo escribir un poema de amor y cientos de cartas sin destino que no habrá ningún Neruda capaz de entregar el sobre a un destinatario que hace tiempo se marchó del lugar en el que nunca debió anidar.

Magia de poetisa de poder a golpe de teclado, convertirte en el libro ideal o el borrador escondido en el fondo del cajón. Somos letras. Conjugaciones perfectas imperfectamente desunidas formando canciones que aprendidas de memoria tarareamos al despertar.

Composiciones de lágrimas derramadas en noches de anhelo de fuego e hielo o faltas ortográficas que tachamos de nuestro soneto para hacerlo perfecto aunque no rime con cualquiera.

Nos leemos en breve. Con amor. Poetas de la vida. Improvisadores de sueños.

I.

Poemas para invidentes

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