Aprendiendo a vivir feliz

Aprendiendo a vivir feliz

«Para toda clase de males hay dos remedios:
el tiempo y el silencio».
Alejandro Dumas

Aprendiendo a vivir feliz

Me encanta el otoño. Es una de mis estaciones favoritas desde hace ya muchísimos años. Y aún hoy, sigo disfrutando de cada día, de cada atardecer (y amanecer) que se me presenta.

El color cálido, la desnudez de la naturaleza, la pausa que se toma para coger fuerzas, la necesaria calma que se respira entre los campos y bosques… Y esos días en los que apetece recogerse, estar en casa, en ese hogar que fabricamos donde no queremos que nada ni nadie nos perturbe.

Reconozco que he pasado un mes de septiembre lleno de cambios, de muchos momentos en los que el cuerpo me ha obligado a parar, a darme cuenta que estaba desviándome del camino o que estaba forzando demasiado acumulando un estrés innecesario que me obligaba más a tachar los días que me quedaban por delante en lugar de a disfrutar de lo que había vivido.

En estas últimas semanas me he ido redescubriendo de nuevo. Sabiendo que a pesar del agotamiento con el que llegaba al final del día, todo ese lío llegaría a su fin. Así que ahora que me encuentro en un periodo de paz y calma soy consciente de que todo ello quería enseñarme algo: aprender a vivir feliz.

Reconozco que decirlo es más fácil que practicarlo. Está muy bien hablar de calma, felicidad y vivir el presente cuando cierras la puerta de casa y te quedas a resguardo en tu refugio.

Sin embargo, cuando las amenazas externas aparecen, todos sacamos ese instinto de supervivencia enseñando las garras y avivando la parte salvaje que nos gobierna en esos momentos.

He aprendido a calmarme en mitad de un atasco, a no agobiarme más porque los papeles de la oficina se acumulen formando montañas, a no sentirme mal por no estar disponible cuando me escriben o me llaman. En definitiva, a vivir con mis tiempos.

Al final, aprender a convivir con nuestras fortalezas y debilidades es lo que hace que inclinemos la balanza hacia la felicidad que si no es plena, bien podría serlo.

Hoy, a modo de anécdota, me ha contado un hombre que tras sufrir dos ictus y tener paralizado la mitad del cuerpo, se sentía afortunado por poder volver a sentir cierta normalidad (aunque con sus limitaciones). Y que donde antes se quejaba de vivir en un primero sin ascensor, ahora se sentía feliz porque era capaz de subir y bajar él mismo por su propio pie.

Siempre es del modo en el que enfoquemos las cosas. Y está bien sentir que no estamos todo el tiempo en ese punto máximo de felicidad e incluso que no podemos con todo.

Está bien permitirnos grabarnos a fuego que la perfección no existe, que no es necesario compararnos con nadie, que no es una lucha contra alguien concreto sino una carrera contigo misma.

Que la felicidad no va a llegar en forma de un trabajo esperado, el sueldo de nuestros sueños, la pareja perfecta, la familia ansiada, el coche fantástico, el cuerpo escultural o el viaje de tu vida.

Cuando nos demos cuenta y seamos conscientes de que en nuestros propios fallos y errores, nos hacen únicas, veremos que no se trata de esperar la aceptación de los demás, sino de querernos más aún con ello.

En cómo nos miramos al espejo y la forma que nos hablamos, delimita lo que realmente podemos llegar a ser. Aprender a vivir feliz es sin duda una carrera que se estudia durante toda la vida. Y es precisamente conforme sabemos que tenemos menos tiempo de vida, cuando apreciamos realmente que cada segundo es un regalo, que no habrá dos momentos iguales.

No nos damos cuenta. Apenas reparamos a pensarlo en el estrés cotidiano que nos rodea. Pero todo pasa, todo llega y nos alcanza.

Respiremos más. Sintamos los latidos.

Nos leemos en breve. Con amor,

I.

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