Confesiones de una tarde de Otoño

Confesiones de una tarde de Otoño

«Aunque el miedo tenga más argumentos,
elige siempre la esperanza».
Séneca

Confesiones de una tarde de Otoño

Si me preguntaran ahora mismo en qué lugar me gustaría estar respondería: quiero estar en mí.

Y qué difícil es entender esa respuesta. Pero sobretodo, qué complicado plantear esa pregunta.

Nos llegan tantos impulsos de fuera en modo de noticias trágicas, intentos simulados de normalidad, estrés cotidiano y una larga lista que cuando necesitamos tomar conciencia de dónde estamos y cómo nos sentimos, apenas reaccionamos.

Casi es un mantra que nos repiten (y repetimos) de «tengo que hacerlo todo bien», «no me puedo permitir caer», «no debo sentirme mal», «debo llegar a ser lo que los demás esperan de mi…» que se ha instalado en nuestro día a día y ese «bienestar impuesto» nos provoca una inestabilidad ante los ataques de fuera.

Nos han bombardeado tanto con ello que ni tiempo nos queda para dedicarnos a esas cosas que son también parte de nosotras pero que hemos silenciado día tras día, noche tras noche.

Esas heridas que aún siguen abiertas, están ahí, esperando que las sanes. Las lágrimas que te reprimiste aquel momento, aún están al borde del precipicio deseando salir. Las palabras que te callaste continúan arañando tu garganta. Y aquello que sientes aún late con fuerza entre los poros de tu piel, te invita a que lo agarres fuerte de la mano.

Subida a unos altos tacones y disimulando que una también tiene sus fragilidades que la hacen única e irrepetible, se matan monstruos que se transforman en un ovillo en nuestros pensamientos. Ellos son tan listos que, cuando nadie mira, asoman susurrando.

Pero nadie los quiere escuchar. Deseamos no hacerles caso. Obviamos que existen. Porque proponerles tomar un té y tratar de entender por qué siguen ahí, es un trabajo tan complicado como imprevisible. Ellos, también están en mi.

Curiosamente se presentan de una forma peculiar. Los demás, los que están a nuestro alrededor, los ven con mayor facilidad, poniéndoles nombre y apellido, sabiendo fácilmente por dónde hay que atacarles, qué palabras decirles o cómo debemos tratarlos. Todos vemos los fantasmas de los demás, pero no queremos ver los que nos habitan.

Así que si me preguntan en qué lugar quiero estar: sí, aquí. Con todos ellos. En mí. Tratando de entender por qué aún no se han ido. Por qué me cuesta tanto llamarlos por su nombre. Por qué los hice mi enemigos cuando en realidad querían que aprendiera la lección que ellos venían a enseñarme.

En una caricia sabrás todo lo que no te has querido. Y sin embargo hablarás de darte otra oportunidad.

Lo sencillo no es mirar sino verse. No es oír, sino escuchar. No es huir, sino marcharse.

Y así, entre minutos y momentos, entre recuerdos y vivencias, seguir respirando aunque haya momentos que nos dejen sin aliento.

Hay algo que me llega ahora a modo de instantánea. Y es que la felicidad tiene cara. La he visto en la sonrisa del bebé, en las manos de una anciana, en la fotografía de un viaje, en la dedicatoria de un libro e incluso detrás de la tristeza de quien se siente abatido por el momento pero sabe, que todo eso pasará.

Parece un juego de palabras, y, en realidad, es el juego de la vida: «La inteligencia busca, el corazón encuentra».

Nos leemos en breve. Con amor,
I.

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